Gregorio ha conocido a un adulto que se llama Santos. La gente del pueblo cree que Santos está loco, pero Gregorio sabe que alguien que tiene en casa un bosque de helechos o una ciudad de periquitos solo puede ser una persona muy especial. Además, Santos es el abuelo de su amiga Andrea…

Gregorio lo había visto muchas veces, pero nunca había hablado con él aún. Santos no tenía muy buena fama en el pueblo. Había oído decir a sus padres que Santos, el del caserón, era un chalado. Lo veía en su coche destartalado, siempre con un cigarrillo entre los labios, pero él nunca miraba hacia Gregorio.

Así que aquella primera vez, con la piedra que había encontrado en la orilla de la playa, se sintió ridículo y a punto estuvo de dar la vuelta y salir del patio de puntillas. Pero no lo hizo. Quién sabe cómo, pese a estar de espaldas, Santos lo vio, o tal vez oyó su corazón. Y, sin volverse, le dijo:

—Pasa, chico, no te quedes ahí.

Avanzó entre los helechos, grandes como palmeras, pequeños, diminutos… El día refulgía fuera, pero allí todo eran sombras: un mar verde, silencioso y sereno, en el que solo se escuchaba el tañido de las campanas.

—Le traigo… una piedra que…

Santos se volvió y la miró, ayudándose con sus gafas. La tomó entre sus manos y la examinó por todos lados, asintiendo con la cabeza, como si lo que veía le gustara mucho.